—Ohm, buenas noches.
—O buenos dÃas, según sea el afortunado.
—Eres tan remotamente frágil y poco sofisticado, Arturo…
—O buenos dÃas, según sea el afortunado.
—Eres tan remotamente frágil y poco sofisticado, Arturo…
Casiopea acarició su cabellera plateada como si fuera un arpa y tocara una melodÃa inaudible. PoseÃa unas pestañas tan largas que llegaban hasta el mismÃsimo cielo, y con solo desearlo podÃa poner a un hombre a sus pies; sus ojos eran dos zafiros refulgiendo en el espacio, supernovas azules, incandescentes. Era de belleza grácil pero inusual, pues se movÃa con la sutileza de un junco y la delicadeza de una gran mujer. Aun tumbada, con las piernas recogidas como se hallaba, se intuÃa la esbeltez de su figura. Nadie, ni aquel en su presencia, se aventurarÃan a contradecir algo semejante.
Asà que al pie del cielo y a millones de años luz se encontraba Arturo, en el inmenso lienzo nocturno y únicamente iluminado por todos ellos, las constelaciones, la luna y otros enseres.